Como
el charro, viril en su violencia de pistolas revolucionarias que
llora y exhibe el dolor del abandono: borrar la imagen, el recuerdo,
la evidencia patente de la existencia de la amada perdida, recluida
en un espacio cerrado representado en el frontis de la casa, límite
de un adentro y un afuera, su recuerdo, representado en el habitar
espacios cerrados que se abandona a la intemperie para curar la
herida.
El
acto fotográfico se presenta como un exorcismo, como una purga de la
podredumbre del sentimiento traicionado, por medio de la fijación de
la imagen que se pretende olvidar. Se es hombre porque se vive y
acepta el dolor, recordándolo para hacerlo cotidiano, constante y
compañero de la vida.
La
imagen fotográfica, en tanto experiencia de la mirada del autor, se
convierte en la colectivización del dolor de la ruptura: se muestra
una imagen, se canta en voz alta, sufriendo y aceptando la partida,
desdeñando el regreso. Sin embargo, la exageración del acto de la
manifestación del dolor, llevada a cabo por medio de la exposición
del soporte fotográfico al sol del desierto, produce el paulatino
desgaste de la imagen visible, vaciando el soporte, tornándolo
apenas perceptible, apenas una experiencia, como el tiempo en el amor
perdido.
Como
la imagen de un relicario, la casa se convierte en la custodia del
ser perdido y, al mismo tiempo, en signo visible de su naturaleza de
refugio frente al cielo abierto, frente al sol, frente a la lluvia.
La
fotografía se presenta entonces como el mensaje que pretende buscar
la solidaridad del otro frente al dolor, como en la ranchera el
charro que se muestra débil para ser consolado.
¿Acaso
no es el sol como el vino, que obnubila la mirada y permite ver como
otro? ¿Acaso no es una imagen borrada por el tiempo, la instancia
para ver las imágenes propias como ajenas?
Mirar
desde fuera el propio imaginario hecho una tenue mancha.
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